SANTA MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS DURANTE EL AÑO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Altar de la Cátedra de la Basílica Vaticana
Jueves 4 de noviembre de 2010
Señores cardenales;
queridos hermanos y hermanas:
«Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba». Las palabras que acabamos de escuchar en la segunda lectura (Col 3, 1-4) nos invitan a elevar la mirada a las realidades celestiales. De hecho, con la expresión «las cosas de arriba» san Pablo alude al cielo, pues añade: «donde se encuentra Cristo sentado a la diestra de Dios». El Apóstol quiere referirse a la condición de los creyentes, de los que han «muerto» al pecado y cuya vida «ya está oculta con Cristo en Dios». Están llamados a vivir cada día en el señorío de Cristo, principio y coronamiento de todas sus acciones, testimoniando la vida nueva que se nos ha dado en el Bautismo. Esta renovación en Cristo se realiza en lo más íntimo de la persona: mientras continúa la lucha contra el pecado es posible progresar en la virtud, tratando de dar una respuesta plena y pronta a la gracia de Dios.
Por antítesis, el Apóstol señala luego «las cosas de la tierra», evidenciando así que la vida en Cristo conlleva una «elección de campo», una renuncia radical a todo lo que —como lastre— mantiene al hombre atado a la tierra, corrompiendo su alma. La búsqueda de las «cosas de arriba» no quiere decir que el cristiano deba descuidar sus obligaciones y tareas terrenas; pero debe evitar perderse en ellas, como si tuvieran un valor definitivo. La referencia a las realidades del cielo es una invitación a reconocer la relatividad de lo que está destinado a pasar, frente a los valores que no sufren la erosión del tiempo. Se trata de trabajar, de comprometerse, de concederse el justo descanso, pero con el sereno desapego de quien sabe que sólo es un viandante en camino hacia la patria celestial, un peregrino, en cierto sentido un extranjero hacia la eternidad.
A esta meta última han llegado ya los cardenales Peter Seiichi Shirayanagi, Cahal Brendan Daly, Armand Gaétan Razafindratandra, Thomáš Špidlik, Paul Augustin Mayer, Luigi Poggi; así como los numerosos arzobispos y obispos que nos han dejado a lo largo de este último año. Con sentimientos de afecto queremos recordarlos, dando gracias a Dios por los dones que ha otorgado a la Iglesia precisamente a través de estos hermanos nuestros que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. Nuestra acción de gracias se convierte en oración de sufragio por ellos, para que el Señor los acoja en la bienaventuranza del Paraíso. Por sus almas elegidas ofrecemos esta santa Eucaristía, reunidos en torno al altar, en el que se hace presente el sacrificio que proclama la victoria de la Vida sobre la muerte, de la Gracia sobre el pecado, del Paraíso sobre el infierno.
Nos complace recordar a estos venerados hermanos nuestros como pastores celosos cuyo ministerio estuvo marcado siempre por el horizonte escatológico que anima la esperanza en la felicidad sin sombra, que se nos ha prometido para después de esta vida; como testigos del Evangelio que buscaron vivir las «cosas de arriba», que son fruto del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22); como cristianos y pastores animados por una fe profunda, por el deseo vivo de configurarse con Cristo y de adherirse íntimamente a su persona, contemplando incesantemente su rostro en la oración. Por esto pudieron gustar anticipadamente la «vida eterna», de la que habla la página del Evangelio de hoy (cf. Jn 3, 13-17) y que Cristo mismo prometió a «todos los que creen en él». La expresión «vida eterna», de hecho, designa el don divino concedido a la humanidad: la comunión con Dios en este mundo y su plenitud en el futuro.
El Misterio pascual de Cristo nos ha abierto la vida eterna, y la fe es el camino para alcanzarla. Lo vemos en las palabras que Jesús dirige a Nicodemo y que recoge el evangelista san Juan: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 14-15). Aquí se hace referencia explícita al episodio narrado en el libro de los Números (21, 1-9), que pone de relieve la fuerza salvífica de la fe en la Palabra divina. Durante el éxodo, el pueblo israelita se había rebelado contra Moisés y contra Dios, y fue castigado con la plaga de las serpientes venenosas. Moisés pidió perdón, y Dios, aceptando el arrepentimiento de los israelitas, le ordena: «Hazte una serpiente y ponla sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá». Y así sucedió. Jesús, en la conversación con Nicodemo, desvela el sentido más profundo de ese acontecimiento de salvación, relacionándolo con su propia muerte y resurrección: el Hijo del hombre tiene que ser levantado en el madero de la cruz para que todo el que crea tenga por él vida. San Juan ve precisamente en el misterio de la cruz el momento en el que se revela la gloria regia de Jesús, la gloria de un amor que se entrega totalmente en la pasión y muerte. Así la cruz, paradójicamente, de signo de condena, de muerte, de fracaso, se convierte en signo de redención, de vida, de victoria, en el cual, con mirada de fe, se pueden vislumbrar los frutos de la salvación.
Siguiendo el diálogo con Nicodemo, Jesús profundiza ulteriormente el sentido salvífico de la cruz, revelando cada vez con mayor claridad que consiste en el inmenso amor de Dios y en el don del Hijo unigénito: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único». Esta es una de las palabras centrales del Evangelio. El sujeto es Dios Padre, origen de todo el misterio creador y redentor. Los verbos «amar» y «dar» indican un acto decisivo y definitivo que expresa la radicalidad con la que Dios se ha acercado al hombre en el amor, hasta la entrega total, hasta cruzar el umbral de nuestra última soledad, descendiendo al abismo de nuestro extremo abandono, superando la puerta de la muerte. El objeto y el beneficiario del amor divino es el mundo, es decir, la humanidad. Es una palabra que elimina completamente la idea de un Dios lejano y extraño al camino del hombre, y más bien desvela su verdadero rostro: él nos dio a su Hijo por amor, para que fuera el Dios cercano, para hacernos sentir su presencia, para salir a nuestro encuentro y llevarnos en su amor, de modo que toda la vida esté animada por este amor divino. El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar la vida. Dios no actúa como un amo, sino que ama sin medida. No manifiesta su omnipotencia en el castigo, sino en la misericordia y en el perdón. Comprender todo esto significa entrar en el misterio de la salvación: Jesús vino para salvar y no para condenar; con el sacrificio de la cruz revela el rostro de amor de Dios. Y precisamente por la fe en el amor sobreabundante que nos da en Cristo Jesús sabemos que incluso la más pequeña fuerza de amor es mayor que la máxima fuerza destructora y puede transformar el mundo, y por esta misma fe podemos tener una «esperanza fiable», la esperanza en la vida eterna y en la resurrección de la carne.
Queridos hermanos y hermanas, con las palabras de la primera lectura, tomada del libro de las Lamentaciones, pedimos que los cardenales, los arzobispos y los obispos que hoy recordamos, generosos servidores del Evangelio y de la Iglesia, puedan ahora conocer plenamente cuán «bueno es el Señor para el que en él espera, para el alma que le busca» (cf. Lam 3, 25) y experimentar que «del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (Sal 129, 7). Y nosotros, peregrinos en camino hacia la Jerusalén celestial, aguardamos en silencio, con esperanza firme, la salvación del Señor (cf. Lam 3, 26), tratando de caminar por las sendas del bien, sostenidos por la gracia de Dios, recordando siempre que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Hb 13, 14). Amén.
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